Campo do Fragoso XI
SEGUNDOS DE OURO
Ao longo desta primeira volta a bancada de Balaídos sabe que as primeiras partes do Celta noso son, xeralmente, gozosas e de excelente xogo atacante e as segundas, case sempre, tan agónicas como decepcionamente defensivas. Non foi o encontro fronte a Real Sociedad unha excepción. Comezou cun recital de control no medio do campo a cargo de Borja Oubiña (un xogador incansable que medra en confianza e soltura) e Iriney (menos atolado que noutras ocasións), que permitiu que Placente e Baiano estragasen senllos goles practicamente feitos. Minutos despois, un potente pexegazo raso de Fabián Canobbio, precedido dun caneo seco e maxistral na fronte da área donostiarra, permitiu que os de Vázquez se adiantasen no marcador. Nesa acción xenial e marabillosa do uruguaio estivo o miolo dunha vitoria, tan merecida como sufrida na media hora final, que volve colocar aos celestes na loita polas posicións europeas. Johán Cruyff dixo que naquel Barsa do “dream team” quería xogadores que puidesen facer movementos decisivos en espazos pequenos, deportistas que traballasen o menos posible para aforrar enerxía de cara a esa acción decisiva. Non hai dúbida que Fabián Canobbio, que nos ten afeitos tanto a alustros de xogo marabilloso como a longas páxaras e ausencias no xogo, é desa clase tan escasa de xogadores artistas (Mostovoi foi o último do que gozamos no Celta) que lle prestan tanto a Cruyff. Paga a pena acudir a Balaídos para presenciar o milagre deses segundos de ouro con que nos pode agasallar.
¿Alguén pode explicarme porque coincide sempre que se o Celta xoga coa Real Sociedad o Deportivo o fai co Athletic de Bilbao, se un co Barça o outro co Espanyol, e tamén coincidentes con Sevilla e Betis, e cos madrileños Real e Atlético? ¿Onde queda o sorteo de Liga?
É o resultado azaroso dos chamados “sorteos dirixidos”, “unha extraña combinatoria” que debe ter relacións cos intereses dalgúns clubes.
Justo Serna Imaginemos a un antropólogo ajeno a nuestro mundo, un extraño que llegara a esta ciudad. Pero imaginémosle también como un etnógrafo inquisitivo, vivamente interesado por las convenciones que rigen la existencia. Para obtener el material preciso, para proceder a su interpretación, lo primero que debería hacer nuestro invitado es darse un informante. Hablamos del nativo que suministra datos, alguien que se relaciona con el antropólogo porque habla o balbucea su misma lengua o porque su natural avispado le hace más comunicativo o temerario. Gracias al desparpajo de aquél, el etnógrafo averiguaría cosas sobre la existencia, sobre las formas del parentesco, sobre las creencias colectivas, sobre el trabajo y el laboreo, sobre el descanso reparador con que nos apaciguamos. Habiendo satisfecho esa pesquisa, nuestro antropólogo podría dar significado a un modo de vida que, en principio, le es extraño y que, sin embargo, nosotros, los nativos, repetimos cada día. Sin embargo, pese al acarreo de información vasta y variada, cotidiana, es muy probable que dicho etnógrafo no se conformara y se preguntara por lo excepcional, por las cosas que eventual y colectivamente nos ocurren. No me refiero a la gesta o al cataclismo, sino al juego, a lo festivo, a la juerga multitudinaria, al furor alegre. Las cosas buenas de la vida suelen ser fruto de la sorpresa, de la espontaneidad. A pesar de que el laboreo o el trabajo son lo ordinario, esa pequeña o gran tortura previsible, rutinaria, que se nos impone desde la maldición bíblica, no debemos pensar que una celebración festiva tenga que ser lo imprevisto, lo que casi nunca sucede o sucede de manera inaudita. La juerga y el juego comunitarios contienen algo de sorpresa, pero no demasiada: suelen ocurrir de manera fija, están reglamentados por normas, tienen su propio calendario y en ellos el tumulto es la expresión o la voz de la colectividad en estado efervescente. En general, los humanos toleramos mal la incertidumbre y necesitamos contener lo insólito, acotarlo y darle forma. Tanto es así, que podría decirse que también estos eventos festivos y lúdicos precisan ser convertidos en ritos, como concluiría nuestro etnógrafo hipotético si siguiera las lecciones de Victor Turner. Esos ritos permiten que la multitud se congregue y se agite alegre o furiosamente para transfigurarse, para expresar las relaciones sociales, el esfuerzo y el premio, el éxito y el fracaso, recreando la vida o un remedo de la vida. Cuando no somos nosotros mismos los protagonistas sino sus espectadores, entonces la fiesta y el juego son una ficción en la que algo se dramatiza o se representa: y ello con el fin de que la celebración nos haga vivir vicariamente lo que otros realizan, una sublimación en la que sentimos por comunión lo que una vasta totalidad experimenta. A esto Freud lo llamó sentimiento oceánico, una circunstancia excepcional en la que el yo se desdibuja, en la que el individuo se abandona a la presión y al cobijo de una multitud unánime. Es un estado pasional próximo a la ebriedad, al abismo, al vértigo, un momento transitorio de descarga que tiene principio y que tiene fin, transcurrido el cual regresamos a la rutina y al orden de lo cotidiano. El fútbol es una fiesta con normas, un rito jerárquico que se desarrolla en un escenario al que llamamos estadio, con jugadores de notable belleza muscular que representan un drama lejanamente parecido a la vida, ejecutantes de papeles que en parte están escritos y en parte improvisados; es, en fin, un teatro con espectadores que asisten para contemplar un virtuosismo, para volcar sus humores y para compartir el bullicio de esa multitud que interpela, que ruge, como sucedía en los viejos corrales de comedias. A un evento de esta naturaleza, nuestro antropólogo imaginario lo llamaría juego profundo, al modo de Clifford Geertz: algo más que una gansada o futesa, un asunto importantísimo, significativo, que dice mucho acerca de la existencia y de sus expresiones. Por error, tal vez, o por ilusión óptica, pensábamos hasta hace bien poco tiempo que el fútbol era cosa de machotes poco sensibles, de varones escasamente cultivados, algo toscos, dispuestos a la bronca. Ahora sabemos que eso no tiene por qué ser así, que el fútbol y la inteligencia y la cultura tienen numerosas relaciones, vasos comunicantes a través de los cuales se irrigan fluidos, vida y elegancia. En efecto, no es sólo un ejercicio en el que se hace valer la testosterona, sino también un espectáculo finísimo en el que unos virtuosos ejecutan cabriolas y consuman estrategias, un deporte, en fin, en el que algo de creación estética. Por eso, además, de ejercicio gimnástico y juego reglamentado, el fútbol es belleza muscular y carnal. Despierta entre sus seguidores pasiones viriles y desbordadas: insisto, propiamente carnales. Los jugadores o los hinchas se agitan y bracean como partes de un mar embravecido. El sentimiento oceánico, leemos en El malestar en la cultura, es lo que nos hace sentirnos copartícipes de una vasta multitud que se arremolina, que bulle. Chillar, excitarse con otros, experimentar su cercanía son pasiones que los varones no suelen consentirse. Por eso, el fútbol ha mejorado de manera sensible con la irrupción de las mujeres y aspectos aparentemente secundarios son hoy destacados por la audiencia. Las chicas aprecian la técnica, sí, pero –según me cuentan– admiran también la belleza de esas piernas bien torneadas, ese cultivo muscular que los hombres raramente admiten. Educados en la contención de sus gestos y de sus emociones, muchos individuos sólo se permiten esas expansiones cuando es una muchedumbre la que los acoge o engulle o absorbe. Es entonces, en el juego colectivo, cuando los varones se chocan, se frotan, se rozan, comparten fluidos y transpiración, rebasando esa frontera invisible que es la cercanía de los cuerpos, a la que las mujeres no suelen tener tanta prevención. Pero esto no ocurre sólo con los jugadores. A los varones que acuden como espectadores les sucede ya algo similar. Juntos, muy juntos en las gradas, experimentan la excitación de sentirse partes, miembros, órganos de una comunidad que se agiganta y que cobra vida propia. Hay un estrépito común, se entonan cánticos colectivos y unos mismos colores se agitan vistosamente para constituir un espectáculo que está en la grada. Se hablan entre sí extraños que no se dirigirían la palabra fuera del estadio, se hacen solidarios individuos que nada comparten, se abrazan, se tocan, se mueven e imitan a sus admirados futbolistas en un contento multitudinario, tumultuoso. Por eso, los mejores jugadores del mundo y los seguidores más entregados y bulliciosos son los brasileños, los más desinhibidos, aquellos que en el césped o en la grada hacen de sus cabriolas o de sus movimientos un baile verdaderamente carnavalesco en el que la carne y su desbordamiento llegan al frenesí. Observemos con mayor detalles este último aspecto, el de la belleza del fútbol. ¿Hay un color más rotundo, más definido, más limpio que el verde del césped? ¿Hay algo más sutil que unas piernas musculosas? Los hombres no suelen atreverse a casi nada que les obligue a exhibir el cuerpo. Una educación severísima, un vago pudor viril, un miedo profundo suelen frenar sus libramientos corporales. Sólo cuando llega el verano, los varones desanudan sus corbatas, se sacan sus americanas. Es entonces cuando admiten todo tipo de licencias y de desaliño indumenta rio impensables en las estaciones más frías; es entonces cuando se relajan, acortan sus pantalones y se exhiben con un toque casual wear. Hasta que llega ese momento es difícil avistar varones semidesnudos, tal vez porque se reprimen socialmente, pero también porque hay un concepto del vestir muy pacato y hasta patoso, próximo al ideal de Petronio. Es un error. A pesar de su circunspección –o justamente por eso– ya los ingleses se adelantaron con un concepto más relajado de la elegancia, una idea que tiene mucho que ver con la vida deportiva, con el cultivo del músculo. ¿No me creen? Observen, por ejemplo, el actual uniforme que lucen los jugadores del Valencia C.F.: sobre sus cuerpos perfilados de deportistas visten sobria y coquetamente límpidas camisetas blancas y unos calzones negros y se calzan unas medias que siempre, pero siempre, están enhiestas. Pero quien adopta esa indumentaria oficial no lo hace sólo para mostrar unas pantorrillas musculosas, sino para ponerlas en movimiento, para hacer con ellas un ejercicio que es una composición, una representación de la vida, de la guerra, del esfuerzo. Sí, ya sabemos que le pagan por ello, que se le abonan cantidades millonarias por hacer avanzar un balón, por introducirlo en la meta contraria. Ya sabemos que hay poco altruismo en un empeño que suele estar bien pagado y que observan miles, qué digo miles, millones de espectadores poco atléticos que acuden al estadio a volcar sus humores. Admitamos, sin embargo, que ese avance, ese logro que es siempre acceder a la portería del adversario, se puede realizar con el uniforme desaliñado y con un simple patadón. Aspirar, por el contrario, a algún tipo de sofisticación y elegancia deportivas, ejecutar movimientos finos, concebidos con ingenio, con intuición y entregarse a la meta contraria como si en ello fuera la vida tienen algo de arte. Más aún, cuando los espectadores celebran con deleite las ejecuciones de los jugadores, entonces estamos ante una comunión colectiva y espiritual a la que todos se suman, ante una fiesta de la cada uno es parte infinitesimal de un vasto oleaje. ¿Hay algo más bello que una tarde de partido en Mestalla?, se preguntará el hincha. ¿Hay algo que provoque mayor delectación que otra copa más que añadir a la vitrina del Madrid?, repondrá su adversario. ¿Hay algo que afirme más y que aúne más y con mayor gozo que una tarde de gloria en el Nou Camp?, apostillará el seguidor blaugrana. Probablemente. Pero, para nuestra extrañeza, para quienes no somos hinchas de nada, no hay nada que dé mayor goce colectivo que una tarde en Sarrià, en el Santiago Bernabéu o en Mestalla: conscientes todos, jugadores y público, de estar ejecutando una partitura no escrita que disfruta cada uno de quienes forman esa una multitud expectante en la que quedan allanadas las barreras sociales. Sin embargo, el fútbol es además uno de los escasos sucesos contemporáneos que mejor representa y restaura el agonismo que es siempre vivir. Por eso, el estadio puede tomarse como un laboratorio de antropología. Nacemos y unas madres atentas y obsequiosas nos hacen creer que la existencia está pensada para cada uno de nosotros. Pero, luego, cuando crecemos, reparamos en que ésa es sólo una amorosa y bella ficción, que la vida es colisión y colusión, aliarse y enfrentarse, eso sí, aceptando unas reglas de juego. El agonismo no es la guerra sin preceptos, sin mediación, sin arbitraje. Es, por el contrario, un refinadísimo modo de resolver los conflictos o de representarlos para sublimar sus efectos más dañinos: es una especie de ordalía personal en la que cada uno se somete a un juego consigo mismo, una especie de lucha con el propio cuerpo para comprobar si se es capaz de vencer. Tendemos a pensar el fútbol sólo como una prueba colectiva, como una manifestación de las identidades comunitarias, pero, visto de cerca, en el césped, es sobre todo un ejercicio individual de resistencia, de camaradería, de inteligencia: o, mejor, es y a la vez lo representa para unos espectadores que viven de manera indirecta, por persona interpuesta, esa ordalía de cada jugador. Por eso, examinar el fútbol en lo que tiene de espectáculo de la vida llevado hasta el agonismo sublimado y elegante no es una cuestión de machotes eventualmente violentos, sino una tarea sutil de la inteligencia. Pero hay más. Gracias a los medios de comunicación, el fútbol es un espectáculo cuyo disfrute no exige por fuerza la congregación física de la multitud. En efecto, no sólo viven vicariamente los actos quienes acuden al campo, sino que también es transitiva y secundaria la experiencia de los televidentes. Es impensable un derby sin público porque el espectáculo y sus humores no están sólo en el césped, sino también en las graderías. La identificación y la proyección que el juego despierta lo son por proximidad multitudinaria, pero lo son también por confraternización y comensalismo catódicos. Por eso, los amigos o incluso los desconocidos se reúnen frente al televisor con el fin de recrear el ambiente de las gradas experimentando un sentimiento oceánico a distancia, agitando las bufandas, regando el gaznate. Pero el fútbol es algo más que ejercicio de unos pocos o una escenografía vivida o entrevista por muchos con el auxilio de la televisión o de la radio. Es también un fenómeno económico, de proporciones millonarias: el balompié es una industria propiamente, levanta fortunas, arruina o agiganta patrimonios, premia al jugador virtuoso o al directivo avispado y lo tomamos como una metáfora del capitalismo y de sus frutos, de la virtud, del esfuerzo y del olfato empresarial. Es, en efecto, un negocio cuya principal actividad se da fuera de campo, un negocio que sobrepasa los límites del estadio, que se desborda, que se extiende sobre el territorio vecino, sobre la ciudad, sobre la huerta, sobre el país, sobre ese lugar sin límites que está ciertamente más allá de los confines de las porterías. Fuera de campo es una voz cinematográfica que designa el espacio de la vida que está más allá del objetivo de la cámara. Lo que no se enfoca en un encuadre no es irrelevante: quizá no sea espectacular y por ello el cameraman no lo filme; o quizá sea un dato de la vida que el director no quiera mostrar para incrementar así el suspense, la intriga. En cualquier caso, eso que no vemos forma parte del curso de la vida, de lo necesario, de lo que no puede realmente ser elidido. Uno de los personajes de Viaje al fin de la noche decía que todo lo que es interesante pasa siempre en la sombra, que nada se sabe de la verdadera historia de los hombres. Si aplicamos esa metáfora al fútbol, podríamos decir que todo lo que es interesante pasa siempre en la sombra, en el palco de autoridades, que todo lo que es significativo pasa fuera, en ese espacio que está más allá del estadio y que las gradas no dejan ver. En este libro reparamos en ello precisamente, en la sombra que proyecta el estadio, reparamos en el espacio inmobiliario, en el suelo que los clubes o la municipalidad se disputan. Tal vez, al final de esa reflexión, sepamos algo más de la verdadera historia de los hombres, esa que siempre está fuera de campo. Reparemos en otra circunstancia mayúscula que rodea al fútbol y que para algunos, para mí en particular, es propiamente un enigma. Me refiero al balompié como fiesta de identidad y de exaltación política, como instrumento de posible manipulación. Lo que cualquier espectador desatento puede comprobar inmediata y fácilmente es la cohesión inmaterial, invisible, –insisto, política– a que contribuye este espectáculo deportivo; lo que no es tan sencillo es dar con la razón prácticamente universal de este contagio o sarampión en que se hacen tantas inversiones pasionales. ¿Será, acaso, un vestigio del primitivismo de la horda? Para muchos, la pelota es su corazón, el órgano que les bombea identidad y fluidos. Por eso, por ser fuente de identificación colectiva y de afirmación, es por lo que se presta a s er interesadamente jaleado por representantes políticos. No hace falta que nos vayamos muy lejos para verificar ambas circunstancias, la de la fiesta colectiva y la de su aprovechamiento electoral. Reparemos en un ejemplo local, en cómo afrontaron nuestros municípes el triunfo liguero del Valencia Club de Fútbol en la temporada 2001-2002. Para quienes no somos hinchas, el triunfo de un equipo de fútbol nos deja bastante indiferentes. Una muchachada logra el éxito y sus seguidores lo celebran ruidosamente para hacernos a todos copartícipes de su alegría y contento. Al parecer, quienes se suman a esos eventos y disfrutan con ellos experimentan sentimientos oceánicos, ese modo de abandonarse a la presión y a la protección de una vasta colectividad emocional. El grito unánime, el fervor que eriza los cabellos, el hormigueo de la epidermis, los gestos enfáticos que subrayan el alborozo son algunas de esas manifestaciones. En los albores del ochocientos, los románticos celebraron lo sublime. Lo sublime es una categoría estética, pero es también un sentimiento que se opone a lo armonioso, a la contención y al equilibrio. Frente a la racional mesura de lo bello, hay hechos o espectáculos que nos despiertan las emociones más indómitas, que amenazan con desbordarnos. Es el sentimiento de lo dionisíaco, de la pura ebriedad, de la exaltación que se experimenta ante el abismo, ante el riesgo, ante el vértigo, ante la velocidad o ante una colectividad que se agita oceánicamente y nos engulle. Por eso, cuando los hinchas hacen la ola expresan de manera exacta esa emoción, donde cada uno es sólo parte infinitesimal de un vasto mar que extiende más allá de los confines. Son muchos los ciudadanos que abdican provisionalmente de sí mismos y se entregan con furia y con denuedo a ese libramiento colectivo. Nada hay que objetar, sobre todo, si se hace como aquí se ha hecho. En efecto, es de agradecer que los hinchas del Valencia se hayan comportado con inusitada corrección, inaudita frente a lo que es habitual entre ciertos vandálicos seguidores de otros equipos; y es de agradecer que ese sentimiento unánime no haya tenido que ser obligatorio, forzoso, porque, qué quieren que les diga, no experimento esas emociones oceánicas y me producen aversión actos o concentraciones que favorecen el estruendo y el rugido. A pesar de ello, no creo ser un avenado ni un tipo raro: sólo que no me atrae el abismo ni me tienta lo dionisíaco. Por eso, precisamente, admitirán que me decepcionen las exaltaciones sublimes de quien era nuestra alcaldesa al final de la temporada 2001-2003. Uno cree que los representantes democráticos deben ser personas de expresión morigerada, de contención gestual; uno cree que los políticos deben dar ejemplo de freno y de comedimiento. Sin embargo, la alcaldesa de Valencia se entrega con furia y con delectación a esa exaltación capitaneando la explosión de contento. Tal vez se argumente que esa manifestación prueba la humanidad del político, los sentimientos propiamente humanos que se desbordan cuando los nuestros alcanzan ciertos logros. Permítanme, sin embargo, criticar esa idea misma de los nuestros y permítanme también enjuiciar la presunta humanidad del gesto, de ese gesto redundante de grito y exaltación. Hay una manera odiosa de hablar y es hablar en plural cuando no hemos tenido protagonismo en el hecho del que nos sentimos partícipes. Es apropiarse del esfuerzo ajeno. Se me dirá que también la hinchada hace esfuerzos y que se empeña acudiendo al campo y exaltando al equipo. Pero convendrán conmigo en que quienes corren y ejecutan sus cabriolas son los jugadores y que, por tanto, un mínimo respeto por el equitativo reparto de funciones debería llevar a hablar siempre en singular dando a cada uno lo suyo. Pero decir los nuestros implica algo más: supone una cierta idea de lo colectivo, de proyección simbólica. ¿Hay que recordar que las banderas son enseñas de origen militar? ¿Habrá que recordar otra vez que la lógica deportiva se inspira en la empresa bélica? Si ese colectivismo se reviste con símbolos nacionales corremos el riesgo –como de hecho suele ser frecuente– no de sublimar el conflicto, sino de materializar y de ejecutar las rivalidades políticas, la ojeriza entre vecinos o el odio entre hermanos. Por eso resulta tan inquietante y aprovechada la imagen de los políticos asistiendo a los partidos en los que se la juegan los nuestros: capitanean a los combatientes sin bajar al campo y aspiran a sacar beneficio de los esfuerzos ajenos. Pero había otro hecho que enjuiciar: la gestualidad enfática de alegría de la que hacen ostentación ciertos representes públicos. ¿Que ese ademán expresa humanidad? Ustedes recordarán la tierna y apacible humanidad de Sandro Pertini celebrando los goles de Italia durante la final de España 82. ¿Dirían lo mismo si un enfervorizado Berlusconi jaleara a su selección al grito unánime de Forza Italia? Esas exaltaciones son sobre todo una representación y el poder político escoge siempre sus escenarios para mostrar su calidez humana o su resolución o su contento. La visibilidad de los representantes es la publicidad de sus gestos y de ellos son dueños o productores. Nuestra alcaldesa hace ademanes de alegría, de exaltación, de alborozo, pero sobre todo los hace desde el balcón municipal, una construcción o añadido que no tuvo el consistorio original y que se edificó bajó la dictadura de Primo de Rivera. Reparemos en esa prolongación del espacio arquitectónico. El balcón es, en efecto, un escenario público por el que se inclinan las tiranías porque facilitaría la comunión del líder con su pueblo al que invoca de manera directa y plebiscitaria. En el balcón se ensayan gestos o proclamas, representaciones y palabras: eleva la estatura del político, lo hace visible en su magnificencia inalcanzable, próximo y remoto a la vez. Cuando llegan las Fallas, la alcaldesa irrumpe en el balcón que la dictadura nos legó y jalea a los que debajo se congregan, riendo a mandíbula batiente y dirigiéndose expresamente a alguien a quien no vemos. Chilla, gesticula y aplaude. Cuando el Valencia logró alzarse con la Liga, otra vez pudimos ver a la alcaldesa exaltando a la hinchada y la vimos enarbolando un pendón como enseña o emblema o distintivo. Esos gestos son muy apreciados por el público y su ejecución despierta la simpatía de sus numerosos seguidores. Vaya una alcaldesa popular y cercana, próxima al pueblo y a sus expansiones, dirá el espectador entregado. Sin embargo, esos ademanes algo ordinarios nos entristecen porque son a la vez expresión condescendiente de demagogia, de libramiento populista, un modo de exaltar el sentimiento oceánico que a todos amenaza con anegarnos. Es evidente que una parte importantísima de la política se hace en escenarios visibles de representación. Es aquello que Georges Balandier llamaba el poder en escenas. En el siglo XIX, esa escenificación se hacía con el recurso público y parlamentario de la oratoria, tan frecuentemente incontinente, verbosa, efectista y grandilocuente. ¿Recuerdan a Tierno Galván? Su representación se hacía empleando irónica y eficazmente esa oratoria decimonónica: era un modo rezagado, deliberadamente anacrónico, de llamar la atención y de hacer pedagogía democrática. Nuestra alcaldesa se adueña del escenario, pero, por el contrario, parece haber renunciado a cualquier didactismo, parece haber renunciado al arte de la palabra pública, y sólo se contenta con hacer la ola sin bajar del balcón. En fin… El fútbol, como ven, es motivo de alegrías desmesuradas y de enfrentamientos durísimos, incluso de violencias en las que pueden llegar a descargarse agresividades, profundas, remotas. Cuenta Paul Auster que la primera referencia al juego del fútbol se dio en torno al año Mil. Al parecer, los británicos celebraron una victoria sobre el jefe de una invasión danesa arrancándole la cabeza y jugando a la pelota con ella. “No tenemos por qué creernos esa historia”, conclu] ]>
Querido amigo: o texto é precioso. ;oi agradecido. Fago unha referencia nun post específico do día 14.